La sociedad heredada

Vera Lentz. Fuente: http://huellasdekantu.wordpress.com/
Los verdaderos peruanos no existen. Somos una comunidad imaginada que ha heredado costumbres y tradiciones a través de los años. Muchas veces solo compartimos Historia e historias. Tal vez por eso hemos inventado llamarnos peruanos, para sentir que de alguna manera, todos somos responsables de lo que nos ha pasado. Para que en colectivo tengamos más distribuida la carga.

El conflicto armado interno, por ejemplo, para muchas personas significó perderlo todo. Mama Angélica, por ejemplo, fundó en Ayacucho, hace más de 25 años, Anfasep (Asociación nacional de familiares de secuestrados y desaparecidos en zonas de emergencia). Desde allá lucha día a día para lograr ingresas al fuerte Los cabitos o a alguna fosa para encontrar desaparecidos durante la lucha armada. Ha formado un museo para la memoria que han alimentado los familiares poco a poco para no perder el rostro de sus hermanos, padres, madres o hijos. La memoria es frágil, los peruanos no tenemos memoria.

A todo padre se le debería poder devolver el cuerpo de su hijo, no importa si este es destrozado antes, o si ha sufrido los peores maltratos antes de morir. Enterrar a los muertos es la muestra social de honor y respeto más antigua del mundo. Cuenta Savater, por ejemplo, en su célebre libro de Ética para Amador, que incluso los dioses le piden a Aquiles que devuelva el cuerpo de Héctor a sus familiares porque ese acto les parecía incluso ofensivo a las divinidades griegas.

Mi madre me contó alguna vez que su primo un día no regresó a la casa. Búcher, le decían – imagino que devenía de butcher (carnicero) – y trabajaba para los militares. Era el portapliegos, llevaba los mandados y documentos de los oficiales de una dependencia a otra, contaba con la confianza de muchos dentro de Los Cabitos. “Pero este primo era senderista, todos sabían que era senderista, para mí que le decían búcher porque era el único que se atrevía a sacar información de los cuarteles para entregársela a Sendero”.

Búcher tenía solo algunos años más que mi madre que por ese entonces estaba en la universidad. Ambos apenas habían pasado los veinte años. Pero Búcher no es un desaparecido, búcher sí fue encontrado. Un día una señora que vendía comida o verduras en el mercado vio una cara conocida, la de Búcher, tirada en una acequia. Mi madre ayudó a lavar el cadáver y perfumarlo para el sepelio y el entierro.

Luego me contaría: “su cuerpo estaba lleno de puntos, de quemaduras de cigarrillo, pero no como si se lo hubieran pegado al cuerpo, sino como si le hubieran apagado los cigarrillos. Las plantas de sus pies y de sus manos estaban quemadas con plancha, podías ver el triángulo de una plancha en cada una. Eso también le hicieron en los testículos. Su cara era irreconocible, como si con la culata de un fal se hubiesen golpeado entre los ojos y la nariz. Lo peor es que la señora que le contó a mi tía que habían encontrado a Búcher dijo que toda la noche había escuchado sus ayes. Murió allí, al final aguantó todo”

Tal vez es macabro pensar que muchas madres en Ayacucho preferirían haber tenido a un hijo desfigurado a quien enterrar antes que tener que llorar alguien que ya no existe para nadie. A alguien que ha desaparecido. Y la pena se hereda, porque a las mujeres, además de arrancarles la descendencia, les arrancaban la decencia. Las violaciones dejaron muchos bastardos con apellidos como Capitán o Coronel porque era lo único que sus madres recordaban de sus agresores.

La mujer ayacuchana, la madre ayacuchana, la hija ayacuchana sufre. Su herencia social es sufrir el trastorno que cayó sobre ella durante los años en los que se desarrolló la violencia en el Perú. ¿Quién tiene la culpa de lo que ha pasado? Hasta ahora son pocos, pero no se acercan siquiera al verdadero número de personas que hicieron daño a una sociedad a través de sus mujeres.

Tal vez, lo hijos de esas mujeres violadas se sientan vulnerables. En La teta asustada, película tan criticada por la poca atracción sobre el público, se explora un poco este estado. La protagonista se siente acechada por la sociedad y por los hombres, evita el contacto con el género masculino que no pertenece al círculo de su familia. En una escena, luego de que su patrona arrojara un piano por la ventana, un grupo de chicos llega a la casa con un nuevo piano. Ella camina de espaldas y siempre los vigila, porque no puede volverse sin estar seguro de lo que le va a pasar.

En la literatura, Diego Trelles es casi el último autor que ha tocado el tema, pero tomando en cuenta el trauma de un ex soldado del ejército: Bioy. Si bien este personaje no muestra debilidad, su silencio y la descripción de que puede ser homosexual, también evidencian rezagos de la violencia. La supuesta loca, sobreviviente a una tortura militar, es la representación de una sociedad herida, que prefiere olvidar los estigmas de un proceso de guerra interna y quiere reconocer, en su agresor, al mismo estilo del síndrome de Estocolmo, un aliado, alguien que actuó porque era la mejor manera de hacerlo.

Cuando los peruanos superaron la guerra interna prefirieron el olvido. Es más, ni siquiera quisieron saber lo que sucedía. El viejo lugar común que dice que Lima sintió el terrorismo recién en Tarata es utópico. ¿Acaso Degregori no había ya escrito acerca de Sendero Luminoso? Él mismo realiza un mea culpa en La década de la anti política, pero su nobleza hace que se disculpe a nombre de toda la clase intelectual. ¿Quién hablada de terrorismo en Ayacucho luego de que Fujimori capturara a Abimael Guzmán? Incluso antes estaba vetado hablar sobre el tema por no querer que los militares de sindiquen de terrorista. Todos condenaron a los sesenta mil muertos al olvido.

Solucionamos la violencia con más violencia porque no encontramos otra solución. Para mí, tener un grupo paramilitar que, ante una amenaza estructural hacia la integridad del Estado, elimine a los verdaderos sujetos que originan estos actos es un proceder gubernamental válido. Pero en nuestro caso no fue así. Los miembros del grupo Colina no eran especialistas. Eran borrachos, mujeriegos y habían visto tanto horror combatiendo al terrorismo que hasta se podría decir que ya estaban desequilibrados mentalmente.

La  cura fue un balazo en el pie. En 1991 el destacamento Colina ingresó al campus de la Universidad Enrique Guzmán y Valle La cantuta y secuestró y ejecutó a nueve estudiantes y un profesor. Dieciocho años después Alberto Fujimori era condenado por estos delitos como autor mediato. Dentro de los estudiantes ejecutados se encontraba Dora Oyague, vinculada con sendero por sus filiaciones políticas. Según Carolina Huamán, su prima, ese último fin de semana iba a ir a un quinceañero. No pudo ir, su prima había sido asesinada por un destacamento paramilitar. Era muy unida con ella, no pudo evitar, en los años posteriores cuando ya era más consciente de lo que había sido el conflicto armado interno, unirse a los demás familiares de los desaparecidos para poder buscar justicia. La justicia que muchos fiscales creyeron era la correcta era actuar bajo la ética de los dioses griegos: les dieron una caja de leche gloria que contenía los restos calcinados por el fuego y la cal de lo que, se supone, sería su prima.

¿Quién puede llorar un montón de huesos? Tal vez muchos, pero nunca estarían conformes, vivirían en duelo eterno. Pero también Blanca Nélida Colán, fiscal de la nación, dudó de la existencia de los estudiantes porque ningún registro mostraba que verdaderamente ellos habían existido.

El testimonio de Carolina no está precisamente recogido en uno de los tomos de los informes de la comisión de la verdad, sino que está presente en la obra Proyecto 1980 – 200, el tiempo que heredé. Esta obra, escrita y producida por Sebastián Rubio y Claudia Tangoa busca unir los testimonios de cinco jóvenes que tienen una historia en común sobre el terrorismo. Son hijos o primos de actores sociales muy relevantes para entender algunos de los fenómenos del auge y la caída del ex presidente Alberto Fujimori.

A Carolina Huamán Oyague también la acompañan Sebastián Kouri, hijo del congresista Alberto Kouri a quien el 14 de setiembre de 2000, se ve en un video grabado por el ex asesor presidencial Vladimiro Montesino donde recibía quince mil dólares por su lealtad al régimen. Este video fue mostrado a la prensa desde el Hotel Bolívar y transmitido en vivo en el congreso por los congresistas Luis Iberico y Fernando Olivera. A ellos les llegó el video de parte de un nexo clave: patriota. Este último había recibido el video de Matilde Pinchi Pinchi, ex secretaria de Montesinos.

Sebastián Kouri musicaliza la obra porque el lenguaje que mejor ha desarrollado para hablar del tema es la música y porque, ante todo, quiere dedicarse a eso el resto de su vida y casi nunca ha hablado del tema con su padre, según la obra. Dentro del elenco también se encuentra Manolo Jaime, hijo de Matilde. Él siempre vio a su madre como un ejemplo de sacar a los hijos adelante con su esfuerzo, sin embargo, también fue uno de los que la convenció a que no fugue del país con Montesinos sino que lo denunciara y enfrentara el largo camino de la opresión del poder.

A finales del régimen de Fujimori también nació un medio que le hizo frente a la corrupción y trató de mostrar objetivamente la información que usualmente estaba oculta en los medios Chicha. Hume, director de canal N en ese momento tenía una hija, y esa hija también actúa en la obra. Ella recuerda que en casa tenían un perro al que llamaban Montesinos perro. En un momento de su vida, este perro fue secuestrado, nunca volvieron a saber de él. Es una de las cosas que más le impactó de su convivencia de su padre. Él siempre la mantenía al tanto de todo.

Por último, Lettor Acosta, hijo de un militar que combatió el terrorismo resalta el hecho de que para él su padre nunca fue un asesino, siempre fue bueno en su casa, con él y sus hermanos, nunca creyó que la gente pudiese insultarlo y también a su padre. En un conversatorio en San Marcos, cuenta llorando en medio de la puesta en escena, que un estudiante le incriminó que los hijos de ese militar deberían sentirse avergonzados de la clase de padre que tenían.

¿Pero es en verdad necesario que los hijos o los familiares paguen los platos rotos de lo que le ocurre a uno mismo?

Estos cinco jóvenes han crecido con estigmas sociales heredados. Con la culpa de ser parte de la familia de una persona que ha sido cuestionada por todo un país y la siempre etérea y diligente opinión pública. Pero que son asumidos de manera natural y pueden compartir un escenario para performar de una manera conjunta un tema tan delicado como la dictadura de Fujimori y el conflicto armado interno. Tal vez el discurso que cada uno de ellos puede tener individualmente se tiene que dejar de lado antes de salir al escenario porque nunca estarán de acuerdo en lo que pasó durante el conflicto armado porque su experiencia propia es distante y diferente a los que fueron las víctimas directas.

Es una innovadora manera de mantener la memoria, porque con elementos del drama y la comedia logran transmitir historias acerca del terrorismo. Nuevamente, para todos ellos esa imagen de la explosión en Tarata es uno de los elementos unificadores del discurso. Todos ellos lo vivieron, todos tuvieron diferentes perspectivas, incluso de lo que significaba para la sociedad poner cinta masking en las ventanas.

Ellos exploran la carga de culpa que deberían tener sobre la espalda, sin embargo se sacuden de ella para tomar distancia de quienes realmente son: son individuos que, aunque la genética les dé fenotipos parecidos a los de sus progenitores, la conducta los diferenciará y la actitud sobre los problemas que enfrentan.

Ahora bien, el estigma social de sentimiento de culpa, sentirse acusados por la sociedad no es algo comparable con el dolor de no poder enterrar a tus muertos. Tal vez por eso Carolina Huamán está en la obra, porque es el elemento serio, el elemento diferenciador que le da equilibrio al role play. Mientras que un grupo de la población reniega de lo que pudieron cometer sus familiares para dañar a otras personas, otros buscan justicia y reniegan de no encontrarla.

Yo creo que este tipo de obras no deben ir sueltas porque generan la sensación, nuevamente, de que solo se está mirando a Lima, cuando se debería también buscar otros testimonios de otros actores que democraticen aún más el discurso de manera que lo puedan volver cada vez más generalista. Por qué no elaborar el tiempo que heredaron los hijos de ronderos muertos o de dirigentes que fueron ejecutados en plazas por Sendero Luminoso.

Tal vez esa imagen podría romper la barrera que todavía existe, incluso en temas de derechos humanos, de que el Perú es Lima y que el terrorismo se sintió en Lima recién en… La memoria y el que no se vuelva a repetir es un compromiso de todos.

Los verdaderos peruanos no existen porque si no compartiéramos la historia del terrorismo en el Perú seguramente no nos importaría lo que pase con los demás. Heredamos costumbres, tradiciones inventadas, somos una comunidad imaginada. ¿Por qué no entonces heredar la memoria? Tan solo si pudiésemos generar un factor común, una versión de lo que pasó en consenso (aunque todo consenso sea siempre una discriminación de información) podríamos apuntar hacia el mismo sitio: buscar justicia y reivindicación. 

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